La unión del Cielo y de la Tierra
dio por resultado el nacimiento de un hijo, llamado Japeto. Japeto, a su vez,
tuvo dos descendientes: Epimeteo y Prometeo.
Los dioses seguían reinando, pero estaban hastiados y aburridos. Sí la felicidad
no es de este mundo, tampoco había frecuentado en aquellos tiempos la zona
divina.
De manera que los dioses
decidieron pedir al Cielo y a la Tierra un poco de animación en la monotonía de
la Naturaleza. Los padres de Japeto declinaron este honor, traspasándolo a su
hijo, y éste, completamente absorbido por ocupaciones más interesantes, pasó la
consigna a sus dos vástagos.
Epimeteo, el más ardiente, aunque
algo atolondrado, suplicó a Prometeo que le cediera su parte de deber en el
encargo paterno y que le dejara realizar su plan, concediéndole el derecho de
criticar su obra una vez acabada.
Tratábase de extraer de una
amalgama compuesta de tierra, fuego y otros elementos criaturas vivas, pero
mortales, y de atribuir a cada una las facultades que más se adaptaran a su
constitución.
En la imagen se muestra a Epimeteo (izquierda) y a Prometeo (derecha) |
Epimeteo, con una infantil
despreocupación, considera que este trabajo es sencillo y divertido. A medida
que los nuevos seres van presentándose, otorga a los unos la fuerza sin
velocidad; a otros la velocidad sin la fuerza; a los de más allá les ofrece
medios de defensa o sistemas de protección, y a los más débiles les concede el
recurso de la huida a través de los aires, gracias a las alas de que están
provistos, o bajo la tierra, gracias a la flexibilidad de su cuerpo movedizo y
ágil. En cuanto a los de gran estatura, su propia talla les servirá de
protección.
Sólo se trataba, pues, de
preservar a esas criaturas de sus enemigos, pero era preciso, además,
defenderlas de sí mismas y armarlas contra el hambre, la sed y las inclemencias
del tiempo. En realidad, Epimeteo no había pensado en ello; pero se tranquilizó
distribuyéndoles convenientemente alas, pelos y pieles sólidas que les
permitieran, a cada uno según su naturaleza, defenderse de los excesos de la
temperatura glacial o ardiente. Dioles como alimento, según su complexión,
hierba de los prados, frutos de los árboles, raíces de las plantas e incluso
carne y sangre. Estos últimos seres, los más corpulentos, eran los menos
numerosos; de lo contrario, pronto hubieran exterminado a los pequeños, cosa que
era preciso evitar a toda costa, con el fin de asegurar la conservación de la
raza.
Muy satisfecho de su obra,
Epimeteo llama a su hermano para que le admire y felicite. Pero tiene un
desengaño. Bien es verdad que Prometeo se convence de que los animales poseen
todo cuanto necesitan para vivir y para defenderse. La Naturaleza ha repartido
juiciosamente entre ellos sus preciosos dones; pero éstos se agotaron y no ha
quedado ninguno para el hombre.
Epimeteo no había dado en ello, y
era evidente que su imprevisión necesitaba un remedio. Tiene al ser humano ante
él, desnudo, abandonado a sí mismo, sin armas, sin defensas naturales, sin
recursos.
Prometeo discurre entonces la manera de reparar la negligencia de su hermano. Se
introduce secretamente en la isla de Lemnos, penetra en las fundiciones de
Vulcano en el momento en que el trabajo era más intenso y se apodera de una
chispa de fuego y la ofrece a la Humanidad.
El ser débil de cuerpo pero dotado
de inteligencia poseerá desde ahora, gracias al fuego, el medio de defenderse
contra el frío, de cocer los alimentos, de iluminarse durante la noche, de
fabricar buenas armas para su defensa e instrumentos para cultivar las artes y
dar un atractivo a su frágil existencia.
Todo iba bien; pero los hombres,
dotados de tantos elementos, se enorgullecieron, creyéndose demasiado cerca de
la divinidad. Júpiter se molestó y decidió castigar al responsable de aquel
general orgullo.
Por consiguiente, con la ayuda de
Vulcano y bajo la vigilancia de Mercurio, Prometeo fue atado a una roca situada
en lo alto del Cáucaso. Desde allí no distinguía otra cosa que el Cielo, desde
cuya altura descendía diariamente un águila gigantesca encargada de devorarle el
hígado, que le crecía constantemente. Este horrible suplicio debía durar mil
años. Pero al cabo de treinta primaveras, Mercurio aprovechando un día en que el
señor del Olimpo estaba de buen humor, le hizo conceder la gracia del culpable,
y Prometeo pudo reanudar su vida ordinaria, jurando solemnemente que no tendría
nueva ocasión de hacérsela abaldonar.
Imagen del terrible y cruento castigo. |
Espero que os haya gustado esta leyenda de la antigua Grecia.
Un saludo.
Diego Fernández Núñez.